Axis Mundi: Facebook y la condición humana


El 4 de febrero de hace 15 años, se lanzó una invención concebida en el dormitorio de un estudiante de Harvard, Mark Zuckerberg, con la intención de mejorar esas antologías de fotos y textos estudiantiles que los cinéfilos hemos visto hasta la saciedad en los filmes ubicados en alguna de tantas universidades estadounidenses. Ahora, a tres lustros de distancia, Thefacebook —como se le conocía entonces— nos parece un escenario familiar, pero también extraño. Las páginas estaban coloreadas del tono de azul que ya nos resulta habitual, y los «amigos» eran, por supuesto, un elemento central de lo que se mostraba. Sin embargo, había muy pocas imágenes: las únicas presentes eran las fotos del perfil de los usuarios, y tampoco había noticias cambiantes cada cierto lapso.

En poco tiempo, sorpresivamente, ocurrió algo más. Para el otoño de 2005, el 85% de los estudiantes universitarios de EUA utilizaban dicho sitio y el 60% de los usuarios lo visitaba diariamente. Mientras surfeaban en él, Thefacebook aprovechó la feroz competitividad social sobre la que el sistema educativo estadounidense se halla construido. Como explica David Kirkpatrick en su historia de este fenómeno digital, El efecto Facebook,[i] los usuarios del nuevo sitio comenzaron a poner atención en perfeccionar los detalles de su perfil, no sólo para ligar con alguien, sino para hacerse más atractivos como amigos potenciales. Esto se redujo a un puñado de imperativos: «Encuentra la foto de perfil correcta. Cámbiala regularmente. Considera cuidadosamente cómo describes tus intereses».

De hecho, según Kirkpatrick, ser un exitoso Facebooker pronto se convirtió en una necesidad tal que comenzó a afectar las decisiones que la gente tomaba en el mundo real: todo el mundo, al parecer, estaba actuando, y la idea básica era hacer tanto como fuera posible. Para finales de 2004, Thefacebook alcanzó el millón de usuarios; en septiembre de 2006, al rebautizarse como Facebook, superó las universidades y las escuelas preparatorias, para darle la opción de suscribirse a cualquier persona mayor de 13 años con una dirección de correo electrónico. Pero un principio básico de sus comienzos en Harvard permaneció constante: el imperativo de que los usuarios presenten al mundo la impresión más halagadora de sí mismos.

Quince años después del nacimiento de Facebook, esta red social cuenta con 2,200 millones de usuarios, su creador posee una fortuna de unos 55,000 millones de dólares, y según se informó hace un par de semanas, la empresa ha registrado una ganancia récord de 6,880 millones de dólares en los últimos tres meses de 2018. Y ahora sabemos una cosa con seguridad: inherente al éxito descrito, se halla el hecho de que la gente miente sobre sí misma en Facebook, como lo hace en otras plataformas de redes sociales.

Hace seis años, la empresa de investigación de mercado OnePoll[ii] descubrió que un tercio de las mujeres encuestadas admitieron «deshonestidad» en las redes sociales. Una de cada cuatro admitió haber mentido o exagerado sobre aspectos clave de su vida en línea entre una y tres veces al mes, además, una de cada 10 señaló que mintió más de una vez a la semana. Casi el 30% de las mujeres mintieron sobre hacer alguna actividad cuando estaban realmente solas en casa, y el 20% no eran sinceras sobre sus viajes de vacaciones o sus trabajos.

Por otra parte, en 2016, la empresa de investigación de mercado Custard[iii] encontró que de 2,000 usuarios de Facebook, sólo el 18% admitía que su perfil los representaba con precisión, mientras que el 31% dijo que la imagen que mostraban se reducía a «más o menos mi vida pero sin las partes aburridas», y el 14% señaló que esta red social los hacía parecer «mucho más» socialmente activos de lo que eran en realidad. Según el estudio, parecía que los hombres eran más propensos que las mujeres a apartarse, conscientemente, de la verdad sobre sí mismos: el 43% admitió haber fabricado algún aspecto de su «yo» en línea.

A primera vista, esto puede parecer no tan revelador ya que, debido a la naturaleza actual de nuestras relaciones con otros seres humanos, trabajamos desesperadamente en nuestra «representación externa», por lo que, muchas veces, caemos en una especie de actuación que conduce, de manera inexorable, hacia las máscaras que portamos cotidianamente. Sin embargo, la llegada de Facebook marcó una ruptura con el comportamiento humano tradicional en un aspecto clave. Hasta hace unos años, podíamos tomarnos un descanso de la «actuación» y volver a tomar un poco de consciencia sobre nuestro yo privado y auténtico. Ahora, mientras consultamos constantemente nuestros smartphones y sentimos la atracción de sus adictivas aplicaciones, en realidad, ¿cuándo descansamos de los papeles que representamos cotidianamente?

Junto con la manipulación rusa en las pasadas elecciones presidenciales de EUA, las fake news, el uso de Facebook por los grupos extremistas para incitar al odio, así como el insaciable apetito de esta red social por nuestros datos personales, la «actuación» que nos vemos forzados a representar, 24/7, es una de las formas más malignas en las que «el Face» —como le dicen los jóvenes— manifiesta su presencia en nuestras vidas. Es decir, lo que sus innovaciones han provocado en la línea divisoria entre nuestra vida social y privada, pone de manifiesto un enorme caos que tiene relación con el verdadero significado de la intimidad y la privacidad, que es una de las características de lo que nos hace seres humanos: quiénes somos realmente más allá de la atención y los juicios de los demás.

Esta desaparición de la barrera entre lo público y lo privado resulta más que relevante para las personas que atraviesan esa etapa de la vida en la que la idea misma del «yo» sigue construyéndose: el periodo, siempre difícil, que va desde la adolescencia hasta mediados de los veinte años (y, si no se tiene suerte, incluso más allá, como están comprobando, a su pesar, quienes laboran en preparatorias y universidades). En dicha etapa, la sensibilidad que busca la pertenencia a un grupo está en su apogeo, además que la obsesión por lo que algunas personas llaman «comparación social» tiende a ser profunda. Todos sabemos lo básico de esta edad: uno desea desesperadamente cumplir con todos los requisitos de cualquier código para «ser de los chidos», y evitar las burlas a toda costa. Las miradas están en su clímax, junto con la ropa y accesorios que se portan.

Las redes sociales marcan una nueva era en la intensidad, densidad y penetración de los procesos de comparación social, especialmente para los más jóvenes de entre nosotros, quienes están ‘casi constantemente en línea’ en un momento de la vida en el que la propia identidad, voz y agencia moral son un trabajo en progreso. De hecho, el tsunami psicológico de comparación social desencadenado por la experiencia de los medios sociales se considera sin precedentes, una experiencia que puede llamarse ‘la vida en la colmena’, caracterizada, de manera escalofriante, como estar vivo en la mirada de los demás porque es la única vida que uno tiene, incluso cuando duele.[iv]

Recuerdo lo que era tener 16 años en el bachillerato, y cómo era navegar el peligroso campo de batalla de la presión del grupo, el miedo al ridículo y el esfuerzo por mantenerse al día con los chicos cools. Llegaba a la casa cada tarde y me resultaba esencial pasar mucho tiempo para relajarme, de hecho, en tales periodos de tranquilidad y lectura diaria se fortalecía más la idea de quién era yo. Si alguien me hubiera dicho que, en un futuro próximo, el bullicio de la escuela emanaría de un dispositivo que me obligaba a seguir actuando para mis compañeros hasta dejarme sólo un par de horas para dormir, probablemente me habría infartado. Sin embargo, esta es la realidad cotidiana de cientos de millones de adolescentes, y conocemos las consecuencias porque, sobre todo quienes laboramos en el ámbito educativo, las padecemos a diario con nuestros alumnos.

En respuesta, los defensores de Facebook podrían argumentar que su popularidad está disminuyendo entre los usuarios más jóvenes, que ahora prefieren Snapchat e Instagram. Sin embargo, Facebook sigue siendo utilizado por millones de adolescentes y la empresa de Zuckerberg es propietaria de Instagram. También hay un aspecto en el que Facebook ha sido pionero, al romper algunas de las diferencias de comportamiento entre niños, jóvenes y adultos, hasta el punto de que todos los usuarios de las redes sociales están actuando como adolescentes, experimentando los mismos inconvenientes del uso excesivo (depresión, ansiedad, ciberbullying, percepción negativa de sí mismo), sea cual sea la plataforma que prefieran.

Dicho de otra manera, el esfuerzo interminable, la anhelada búsqueda de aprobación y la inquietud por lo que otras personas piensan de nosotros podría ser algo inseparable del comportamiento adolescente, pero cientos de millones de personas de una edad mucho más avanzada están haciendo exactamente esas cosas minuto a minuto, por lo general a través de Facebook. Y, en dicho contexto, el aniversario número 15 de la invención de Mark Zuckerberg podría ser un buen momento para dar detenernos a tomar aire, y considerar si acaso estamos sufriendo un enorme estallido de atrofia colectiva, con todo el dolor y la disfunción que ello conlleva.

Debo admitir que soy adicto a Facebook, sé que publico demasiado, y que tal actitud se interpone en el camino de muchas experiencias que he dejado pasar sin remedio. Pero, asimismo, considero que cambiar repetidamente la foto del perfil en busca de comentarios de los «amigos» (como ‘qué hermosa, nena’) no es un comportamiento que le haga bien a alguien, sobre todo a las personas mayores de 25 años. No hay necesidad de escribir mensajes sobre lo que uno va a comer, o respecto a algo divertido que hizo el perro.

Pero sí aplaudo la oportunidad de poder usar «el Face» como plataforma para la divulgación de datos, cultura y conocimiento, así como para construir, verdaderamente, redes sociales que nos permitan interactuar de manera positiva con los demás seres humanos, como ha ocurrido en los casos de desastres naturales, y para crear consciencia sobre lo mucho que nos falta para lograr el auténtico respeto a los derechos humanos, en México y en el resto del mundo.

Sin embargo, parece indiscutible que, cualquiera que sea nuestra edad, necesitamos momentos de quietud e introspección para reafirmar lo que significa estar vivo, lo cual es algo que Facebook estropea con demasiada frecuencia, lo cual resulta particularmente cierto en la forma en que disfrutamos de la creatividad de otras personas. Un reciente artículo en el sitio web de música Quietus, del escritor Jazz Monroe, señala el punto esencial: «Cuando nos sometemos a una experiencia profunda de arte, es un raro alivio del torrente diario de trivialidad y distracción. De la misma manera, cuando terminas un gran libro, se supone que hay un momento en el que reflexionas sobre él. Pero es tan fácil revisar tu teléfono, o twittear una declaración ‘sincera’ sobre ello».[v]

A veces me pregunto si las redes sociales y los smartphones son la causa de un aspecto muy molesto de la vida cotidiana en el siglo XXI: la forma en que la gente charla sin parar durante los conciertos, una función de teatro y en el cine, aparentemente sin darse cuenta de que, si se concentraran en lo que está sucediendo en el escenario, podrían pasar un rato mucho mejor. ¿Y qué es lo que distrae a la gente, ya sea que estén solos o acompañados? Las redes sociales se reducen a una serie interminable de «concursos», con premios en forma likes, «amigos», comentarios. Además, Facebook se ha convertido en el principal medio de la humanidad para recordar a los individuos las cosas emocionantes y satisfactorias que otras personas afirman estar haciendo, y darles la sensación de que deberían unirse a ellas. A pesar de que las tecnologías de la información se auto–proclaman como una forma de liberarnos de las preocupaciones terrenales, y de crear un nuevo tipo de ser humano «en red», sus creaciones se conectan con aspectos de nuestra psicología que resultan primitivos y casi bestiales.

De acuerdo con el pionero de la realidad virtual, Jaron Lanier, «mecanismos profundos en las partes colectivas de nuestros cerebros monitorean nuestra posición social, haciéndonos sentir aterrorizados ante la posibilidad de ser dejados atrás, como una presa fácil sacrificada a los depredadores de la sabana».[vi] Sé cuándo fue la última vez que me sentí así: en la secundaria, y luego en el bachillerato. La pasé muy bien en ambos lugares, pero también recuerdo vívidamente la sensación del temor ante la multitud, o preguntarme por qué no «encajaba». Entre los muchos argumentos en contra del objetivo de Zuckerberg de «acercar el mundo», tal vez esté el hecho de que la condición humana exige que también nosotros tengamos que estar aislados y solos de vez en cuando. ¿Se ha olvidado eso en tan sólo 15 años?

Notas de referencia:

[i] https://www.theguardian.com/technology/2010/jul/18/the-facebook-effect-david-kirkpatrick-book-review

[ii] https://www.onepoll.us/in-the-media/

[iii] https://www.custard.co.uk/over-three-quarters-of-brits-say-their-social-media-page-is-a-lie/

[iv] https://www.faz.net/aktuell/feuilleton/debatten/the-digital-debate/shoshana-zuboff-secrets-of-surveillance-capitalism-14103616.html?printPagedArticle=true#pageIndex_2

[v] https://thequietus.com/articles/25909-mobile-phones-gigs-concerts-millennial

[vi] https://www.nytimes.com/2018/06/13/books/review/jaron-lanier-ten-arguments-for-deleting-your-social-media-accounts-right-now.html

Carlos Hinojosa*

*Escritor y docente zacatecano

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