Axis Mundi-«Black Mirror»: el espejo oscuro de Tezcatlipoca


Ahora que se aproxima, este 5 de junio, el estreno de la (breve) quinta temporada de Black Mirror en Netflix, aprovechamos para comentar algunos aspectos de esta excepcional serie, que se ha convertido, como su nombre lo indica, en el justo reflejo de la distopía que estamos padeciendo. Desde 2011, cuando se emitió su primera temporada en el canal británico 4, este programa ha considerado la cultura mediática como un lugar de depravación total. En un debut conceptualmente perfecto, un Primer Ministro del Reino Unido se ve obligado, por los secuestradores que tienen a una princesa como rehén, a fornicar con un cerdo en una transmisión directa por TV. El hombre detrás de dicha monstruosidad resulta ser un artista empeñado en ilustrar el mal del circo romano en que se ha convertido la dictadura de la pantalla.

En el siguiente episodio, Daniel Kaluuya interpreta a un proletario que, como todos los miembros de una clase que consume inevitablemente la omnipresente cultura chatarra de los medios, trabaja un turno diario para ganarse su sustento pedaleando una bicicleta estacionaria para generar energía. El personaje gasta sus ahorros para pagar la tarifa de una chica guapa con una voz encantadora, con el fin de que entre en un reality show. En el aire, ella es sistemáticamente desviada de esta fantasía de «American Idol» hacia el cautiverio como una estrella de cine sexual; el protagonista, esforzándose por vengar su sometimiento, obtiene tiempo en el show y proclama la verdadera situación de sus congéneres, pero, como suele ocurrir en la vida real, el sistema también logra comercializar su indignación, como si Howard Beale, en su icónico diálogo del filme Network (1976)[i] —bastante actual, por cierto, en el México sangriento que vivimos—, hubiera firmado un contrato a largo plazo para realizar infomerciales de «productos milagro».

Por otra parte, en un episodio de la segunda temporada titulado «Oso Blanco», la línea narrativa emerge de un contexto que permanece oculto, de manera inteligente, y parece que vemos la tortura de una mujer que, condenada como cómplice de un horrible asesinato, pasa sus días en un estado de amnesia forzada, corriendo para salvar su vida de una multitud que desea lincharla, sin ser consciente de que la caza es un deporte popular entre los espectadores.

A lo largo de toda sus temporadas, Black Mirror, deslumbra provocándonos, hábilmente, una sensación de malestar, transmitiendo su peculiar visión de la naturaleza humana de una manera que implica al espectador. Por un lado, el espectáculo acusa la disipación cotidiana de nuestro mundo real. Por otro , no duda en abordar nuestros gustos, disipándolos con golpes de la vieja ultraviolencia, como diría Alex DeLarge en Naranja Mecánica (1971). En la cuarta temporada, el espectáculo del sadismo pasó a un segundo plano, donde continuó emitiendo compuestos nocivos esenciales para la atmósfera de la serie. En el episodio titulado «U.S.S.S. Callister», un acaudalado técnico hurga en el ADN de su socio y sus empleados para crear clones digitales que existen en una edición personalizada en el servidor privado del exitoso juego en línea de la empresa, donde la nave espacial del título del episodio es un modelo alternativo del Enterprise de «Star Trek».

El antihéroe al mando se comporta como un capitán Kirk que ha degenerado en el coronel Kurtz del filme Apocalipsis Ahora (1979): jugando a transportarse a planetas distantes para derrotar a villanos de serie sesentera, se comporta con la crueldad de un amo de esclavos, provocando grandes sufrimientos a sus subordinados, ya que cada clon posee una conciencia casi equivalente a tener un alma. Este sádico viaje por los laberintos del poder y el placer sugiere la complicidad del mundo del espectáculo en propagar y sostener los mitos ‘románticos’ de la dominación, galáctica y de otro tipo.

Esta serie, con su insistente ojo para nuestros impulsos siniestros, puede ser demasiado dura para la resistencia del espectador, lo cual es, en parte, un mérito para su agudeza psicológica,  consecuencia de sus intensos guiones cuando aborda la moralidad. Aunque Black Mirror cubre todos los pecados capitales, no hay Dios en este universo, sólo almas humanas con sus manos desnudas tocando máquinas y corazones, anhelando la sangre de una justicia que es mera apariencia. Sus ideas e imágenes más fuertes son como el espejo de obsidiana de nuestro Tezcatlipoca, el cual nos devuelve tan sólo el reflejo de lo que llevamos dentro: cuando el creador de la serie Charlie Brooker imaginó, en 2013, un insolente oso animado por ordenador de un programa de TV que se presenta a las elecciones parlamentarias y que, en última instancia, emerge como la cara de un Estado autoritario, no se trata tanto de un relato como de la difusión de una noticia del futuro próximo.

Decenas de veces, al contemplar la violencia explícita de multitud de series premium, no me he tapado los ojos con las manos. Sin embargo, nunca había retirado la vista de una pantalla hasta que me enfrenté al sexto episodio de la cuarta temporada, titulado «Black Museum», donde se presenta, entre sus curiosidades, una fábula de ciencia ficción sobre un médico de urgencias y un implante sacado de los fimes de Cronenberg ⸺una especie de gizmo de fusión mental empática⸺ que permite al galeno sentir el dolor de sus pacientes en su propio sistema nervioso. Cuando experimenta la muerte, regresa un poco a su humanidad perdida, convirtiéndose en un adicto a la agonía.

No fue lo sangriento de la historia ⸺el médico, privado de su suministro de sufrimiento ajeno, entra en una fase de automutilación⸺ lo que me impactó, lo que hizo que la escena fuera inobservable es el mismo elemento que inspira a recomendarla: la forma en que la sangre entrelazada con lo escatológico (inspirado por el diabólico drama del implante) sondea el dolor y la destrucción de manera tan exacta como para sentirse invadido. Es posible que cuando los argumentos morales de «Black Mirror» se vuelven estridentes, y las bocinas autoritarias vociferan sobre los Estados de vigilancia corporativa, un episodio puede lucir como una densa parábola ciberpunk, y el efecto puede parecer desagradable. Aun así, las geniales premisas futuristas de la serie y el más que logrado diseño de la producción se combinan para proporcionar un gran experiencia. Las historias de suspenso sobre la violación de los recuerdos y las mentes vigiladas 24/7 transmiten lo nauseabundo de las alienaciones cotidianas que se están padeciendo en países como China, Rusia, EUA y, tal vez dentro de poco, el nuestro.

De lo que no cabe duda, como hemos señalado varias veces en Axis Mundi, es que, parafraseando a Leibniz, vivimos en el mejor de los mundos posibles para que florezcan las fantasías distópicas. Las adaptaciones de novelas de nuestro santo patrono, Philip K. Dick, y Margaret Atwood siguen fluyendo en las pantallas pequeñas, mientras que los anuncios que pregonan nuevos thrillers paranoicos continúan bombardeando a los consumidores a través de todos sus dispositivos electrónicos, de acuerdo con un decreto algorítmico, por supuesto. Y, pese a todos los esfuerzos por evitarlo, todos seguimos pendientes del Espejo Negro de nuestros gadgets, aguardando el momento de ofrecernos en sacrificio al feroz Tezcatlipoca quien, como profetizaron nuestros antepasados, se ha convertido en el «dios supremo, el que está en todas partes».

Nota de referencia:

[i] https://www.youtube.com/watch?v=XDG2olLY8_s

Carlos Hinojosa*

*Escritor y docente zacatecano

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